Biografía de Rafael Horacio Díaz Arana
Nació en Tuluá, Valle del Cauca, Colombia el 24 de agosto de 1929, fue hijo de Rafael Antonio Díaz, antioqueño nacido en Titiribí y de María Bertilda Arana Soto, Valluna nacida en Roldanillo. Fue el tercero de siete hermanos, dos de los cuales, los dos menores, fallecieron siendo niños.
Rafael Horacio nació en la época de la gran depresión ocurrida en los EEUU, la cual afectó comercialmente a toda America Latina por varios años.
Creció en Tuluá en un hogar estable pero sin lujos. Sus padres se mudaron a esa ciudad justo cuando su mamá se encontraba embarazada de él; sus dos hermanos mayores José Alonso (1925) y Carmen (1927) habían nacido en Zarzal, lugar donde sus padres se conocieron, se casaron y vivieron durante sus primeros cuatro años de matrimonio. Sus hermanos menores Orfelina (1933), Hernesley (1936), Hernán I (1941) y Hernán II (1943), nacieron en Tuluá.
Su padre fue un albañil, hombre muy trabajador y responsable, que a base de mucho esfuerzo y tenacidad llegó a ser propietario de varias casas y una tienda de abarrotes ubicada en el sector comercial de la calle 27, arteria principal de esa ciudad, a la que como buen paisa le puso por nombre “Aquí me quedo”.
Cuando cumplió seis años de edad sus padres lo matricularon en la Institución Educativa Gimnasio del Pacifico, que hasta unos tres años antes se llamó “Escuela pública de varones”, Institución educativa que en ese entonces funcionaba en el edificio que hoy es el Palacio de Justicia y que tenía dos secciones, una con alumnos de primaria y otra con alumnos de secundaria. Cuando Rafael ingresó a estudiar la Primaria en 1935 el rector de la Institución era el doctor Rafael Serrano Camargo, pero en los siguientes dos años fue rector de la Institución el señor Genaro Cruz Victoria.
Entre 1937 y 1938 a la sección pedagógica de la escuela primaria se la llamó “Escuela Normal Del Valle”, pero luego se le dio el nombre de Gimnasio del Pacifico a toda la Institución educativa. Posteriormente se optó por separar la educación primaria de la secundaria en dos instituciones funcionando en edificios diferentes.
Sus estudios secundarios los hizo inicialmente en el colegio de curas Salesianos San Juan Bosco, quienes lo adoctrinaron en la fe católica y hasta aprendió de memoria casi todo el ceremonial de la misa en Latín, pero estando en tercer grado tuvo problemas con unos compañeros de colegio y siendo Rafael Horacio de temperamento fuerte, decidió cambiarse de colegio, así es que sus padres lo matricularon en el Colegio Gimnasio del Pacifico donde finalmente se graduó de bachiller en 1947.
Cabe mencionar aquí, que en el año 1940 siendo nuevamente rector del Colegio Gimnasio del Pacifico el doctor Rafael Serrano C., se expide el Decreto No 1911 del 17 de Octubre de 1940, mediante el cual se establece que el Servicio Militar Obligatorio se podía cumplir los días sábados en el batallón de Infantería No 3 Palacé de la ciudad de Buga y podrían participar los alumnos de los grados 4to., 5to. y 6to. cuyas edades fueran superiores a 15 años. La instrucción militar era de 3 horas cada sábado. De modo que cuando Rafael Horacio cursó el sexto de bachillerato participó de esta instrucción militar, quedando exento de tener que hacer el servicio militar cuando cumplió 18 años de edad.
Después de graduarse de bachiller, Rafael entró en la etapa de incertidumbre en la que entran muchos jóvenes, no sabía exactamente qué estudiar. Estuvo considerando Ingeniería Civil, pues era bueno con las matemáticas, también consideró la carrera de arquitectura ya que era buen dibujante, pero luego pensó que medicina sería una mejor carrera y no le resultaría tan difícil ya que tenía una excelente memoria. Sin embargo, no optó por ninguna de las tres. Esta indecisión lo hizo perder tiempo valioso y pasaron casi dos años de holgazanería, tiempo durante el cual se dedicó a divertirse con sus amigos, comportamiento que ameritó una severa reprimenda de parte de su papá, quien lo llamó a la reflexión y lo exhortó a que tomara una pronta decisión en cuanto a lo que haría con su vida.
Habiendo sido criado en un hogar sumamente católico, Rafael tenía una fuerte inclinación religiosa, de modo que para congraciarse con sus padres empezó a considerar seriamente la posibilidad de ser cura y estuvo a punto de registrarse como seminarista, pero desistió de la idea debido a una experiencia negativa con un cura católico. Resulta que debido al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán ocurrido el 9 de Abril de 1948, se desató en casi todo Colombia una guerra civil entre liberales y conservadores; Rafael fue testigo de cómo este cura indicaba con una señal a ciertos hombres, cuales de los que se acercaban al confesionario eran del partido Liberal, los cuales posteriormente aparecían asesinados. Esta triste experiencia lo llevó a perder la creencia en su religión, pero no la fe en Dios, de modo que nunca volvió a rezar, ni a ir a misa y solo asistió a la Iglesia cuando fallecieron sus padres, su tía Rosa y uno que otro pariente cercano.
En 1950 habiendo recibido información acerca de lo fácil y barato que era ingresar a estudiar en la Universidad Estatal de Guayaquil, Ecuador, él y un grupo de sus amigos entre los cuales se encontraban Argemiro Lozano, Alvaro Llanos, Alfredo Llanos y Fabián Ramirez, decidieron ir a estudiar a ese país, de modo que organizaron sus documentos y con el apoyo económico de sus padres, todos ellos partieron para allá.
Inicialmente Rafael Horacio se matriculó en la Universidad para estudiar veterinaria, pero después de un año de estudios decidió cambiarse a la carrera de odontología, carrera que también estaba siguiendo Fabián Ramirez. Por su parte Alvaro Llanos y Argemiro Lozano estudiaron medicina y Alfredo Llanos estudió Química. Un año después Rafael Horacio estuvo considerando cambiarse nuevamente de carrera, pues decía que si hubiera sabido que en la carrera de odontología tenía que estudiar tanta anatomía y trabajar con cadaveres, mejor hubiera escogido medicina, pero no queriendo contrariar a sus padres, ni perder más tiempo decidió seguir adelante con la carrera.
A finales de junio de 1954 Rafael Horacio recibió una triste noticia en una carta escrita por su padre, su hermano menor Hernán, había muerto ahogado en el río Tuluá durante unas festividades de la ciudad. El río estaba crecido y su cadaver nunca fue encontrado, pero hubo testigos que vieron caer un niño al agua.
A principios del año 1957 estando Rafael Horacio con un grupo de estudiantes en una cafetería ubicada en la calle Chimborazo, muy cerca del Parque Seminario (También conocido como Parque Bolívar, o Parque de las iguanas), lugar donde solían acudir con frecuencia para estudiar o relajarse un poco, conocieron a dos bonitas mujeres Manabitas llamadas María Lucrecia y Yolanda, que eran primas. Rafael se interesó en María Lucrecia y Alfredo Llanos se interesó en Yolanda. Ese encuentro les cambió la vida a ambos y a ellas también, ya que a partir de ese momento ellos se propusieron conquistarlas. Pronto se hicieron amigos y los encuentros se hicieron frecuentes. A Rafael le faltaba un año y a Alfredo dos para culminar sus estudios Universitarios y regresar a Colombia.
Para cuando Rafael Horacio se enteró de que Maruja, nombre con el cual era conocida María Lucrecia, tenía una hija llamada Ligia, él ya estaba enamorado y su interés en ella era tal que no se decepcionó, sino que continuó cortejándola. Pronto Ligia María, a quien todos llamaban “Pochita” por ser gordita, se convirtió en la atracción del grupo de estudiantes y llegó a ser muy querida por todos ellos, hasta el punto de que contribuían con dinero para que tuviera lo necesario para su alimentación.
A los pocos meses de conocerse decidieron formar un hogar, de modo que empezaron a convivir maritalmente, pero sin estar casados. Fue entonces cuando Rafael tomó la decisión de registrar a Ligia como si fuera hija suya e hicieron una serie de trámites, con el apoyo de amigos y parientes, pero no en forma legal, y Ligia fue inscrita en el Registro Civil como si fuera hija de ambos; constando además que había nacido en la maternidad Enrique Sotomayor de la ciudad de Guayaquil, pero ella realmente había nacido en la ciudad de Manta perteneciente a la provincia de Manabí.
Cuando Rafael y Maruja empezaron a convivir juntos, ambos tenían 28 años de edad. Pronto Maruja quedó embarazada y dio a luz un hijo varón que nació prematuramente en abril de 1958 y que necesitó de muchos cuidados, a quien pusieron por nombre Jairo Hernán, Jairo porque era el nombre más popular en Colombia en esa época y Hernán por su hermano fallecido recientemente. Rafael no se atrevió a contarle a sus padres de su relación con Maruja y mucho menos de que ahora era padre de dos hijos, ya que él dependía del apoyo económico de su papá a fin de poder culminar su carrera y no quería contrariarlo. Su retorno a Colombia se había complicado con la aparición de Maruja en su vida y la paternidad de Ligia y Jairo, a quienes sus compañeros de Universidad llamaban cariñosamente “Pochita” y “Pistocho”.
El 14 de febrero de 1958 se había creado la facultad Piloto de Odontología, pues hasta ese entonces formaba parte de la facultad de Medicina como Escuela de Odontología y fue el primer decano electo el doctor Héctor Cabezas Monsalve, quien decide otorgar, al término de la carrera, el título de doctor en Odontología a todos los estudiantes.
Entre junio y diciembre de ese mismo año, empezaron a incorporarse los primeros estudiantes que obtuvieron el título de doctor en odontología graduados en la recién creada facultad. Rafael se incorporó el 12 de diciembre de 1958. (Ver Libro “La historia de la facultad piloto de Odontología”, escrito por la Dra. Jessica Scarlet Apolo Morán, Ps. José Fernando Apolo Morán y el Dr. Eduardo Pazmiño Rodriguez).
Rafael celebró en grande este acontecimiento con sus amigos, lo cual resintió a Maruja. Para congraciarse con ella él le ofreció su título y le agradeció por el apoyo que ella le dio durante este último año de su carrera. La reconciliación dio como resultado que Maruja quedara embarazada nuevamente, pero ella no lo supo sino hasta dos meses más tarde.
Pocos días después Rafael viajó a Colombia, prometiéndole a Maruja que regresaría por ella una vez que ya estuviera establecido en Tuluá y con un trabajo fijo. Su viaje de retorno a Colombia fue casi inmediatamente después de graduarse; él deseaba pasar navidad y fin de año con sus padres y sus hermanos, a quienes no veía desde hacía seis años, es decir desde que empezó su carrera, ni siquiera había vuelto a Colombia con la fatal noticia de la muerte de Hernán, su hermano.
Cuando Rafael regresó a Colombia, fue recibido con gran felicidad por su familia, él era el primero y a la postre el único de sus otros cuatro hermanos vivos, que lograba terminar una carrera universitaria. Su hermana Orfelina organizó una fiesta, con la intención no solamente de agasajar a Rafael Horacio, sino también de que pudiera conocer algunas de las damas solteras de la Sociedad de Tuluá. Rafael no había tenido la sensatez de decirle a sus padres que había dejado en Guayaquil una familia.
Pasaron algunos meses y Rafael Horacio no se atrevió a hablar con sus padres sobre su mujer y sus hijos y no fue sino hasta cuando Maruja apareció en el portal de su casa, que sus padres se enteraron de esta realidad. Su padre le hizo una sola pregunta: “¿Es cierto que ella es tu mujer y que estos son tus hijos? A lo que él respondió: Es cierto. Su padre le dijo: Entonces joven a partir de ahora usted deberá hacerse responsable de su mujer y de sus hijos”.
A pesar de la gran decepción que este asunto ocasionó en sus padres y de la molestia que esto les produjo, ellos decidieron apoyar económicamente a Rafael Horacio, para que pudiera sostener a su familia. Sin embargo, aún cuando fueron amables y respetuosos con Maruja, no tuvieron una relación afectuosa con ella, lo cual es comprensible dada las circunstancias en que la conocieron.
Los primeros años en Tuluá fueron difíciles tanto para Rafael Horacio como para Maruja y vivieron con muchas limitaciones en los sectores marginales de la ciudad. A medida que la situación económica fue mejorando fueron mudándose a una mejor casa y en un mejor sector. Su padre lo apoyó económicamente comprándole un equipo odontológico, el cual Rafael Horacio le pagó en cómodas cuotas mensuales después de varios años.
En 1963 Rafael Horacio tuvo la bendición de ser contratado por el Instituto Colombiano de Seguridad Social, para trabajar como odontólogo en un Centro médico que habían inaugurado recientemente en la pequeña ciudad de Riopaila, ubicada a 50 minutos en bus desde Tuluá, lugar donde debía desplazarse todos los días de lunes a viernes, con un horario de 8:00 AM hasta la 1:00 PM. En las tardes al volver a Tuluá, atendía en su consultorio particular desde las 3:00 PM hasta las 6:00 PM. Esto le permitió darle a Maruja y a sus hijos una mejor calidad de vida. Le compró una máquina lavadora de ropa y a partir de esa fecha empezaron a contratar empleadas que le ayudaran a Maruja con los quehaceres de la casa.
El 18 de junio de 1964 muere inesperadamente su mamá de un infarto severo al corazón. Este fue un suceso muy triste para su papá y sus hermanos, pero que a la postre se convirtió en una bendición para él y su familia, ya que unos meses más tarde don Rafa, sintiéndose muy solo en una casa tan grande, invitó a Horacio y su familia a mudarse a vivir junto con él. Era una casa espaciosa, tenía cinco habitaciones grandes, un dormitorio pequeño para la empleada, dos salas, una sala comedor, cocina, dos baños y un patio con dos árboles de limón, uno de brevas (Higos), uno de guayaba y uno de chirimoya que nunca dio fruto. Además don Rafa tenía en la sala principal un televisor grande, la casa contaba con servicio telefónico y un calentador de agua en el baño principal. De modo que esto le cambió la vida por completo a Horacio, su mujer y sus hijos.
En 1965 en una ocasión en la que se dirigía a la ciudad de Rio Paila para acudir a su trabajo, el bus de Expreso Trejos se accidentó en el puente de la quebrada Savaletas, cayendo 100 metros abajo. En dicho accidente murieron algunas personas, pero Dios protegió a Rafael Horacio y sólo tuvo un corte de unos quince centimetros en su pierna derecha.
El 14 de julio de 1967 Rafael Horacio y Maruja contrajeron matrimonio civil y eclesiástico, requisito exigido por la Iglesia Católica para que sus hijos pudieran hacer la primera comunión. El matrimonio eclesiástico se llevó a cabo en la Parroquia San Bartolomé de la ciudad de Tuluá, ocasión en la que además fueron legitimados todos sus hijos, incluyendo a Ligia María. Para esa fecha Maruja se encontraba embarazada de su último hijo quien nació en diciembre de ese mismo año. Habían tenido que transcurrir diez años desde la ocasión en que habían organizado un hogar, para que esto pudiera darse. Maruja por fin se sentía feliz y segura.
Rafael y Maruja tuvieron cinco hijos que nacieron en Tuluá: Ricardo Antonio (1959), Jenny Maricela (1961), Rodolfo Iván (1962), Carlos Wilson (1964) y Raúl Horacio (1967).
Mientras era estudiante en Guayaquil, él y sus compañeros adquirieron el vicio de jugar cartas y dominó, lo cual continuaron haciendo al regresar a su ciudad. En Tuluá conocieron un hombre de origen judío, quien tenía una sala de juego en el piso alto de un inmueble ubicado en la Calle 27 con Carrera 24 a la que concurrían todas las noches después de salir de sus trabajos. A la postre este vicio se convertiría en una tragedia para su familia, no porque perdiera considerables sumas de dinero, ya que jugaban montos muy bajos y lo hacían más por distracción, sino por el tiempo valioso que perdió insensatamente, tiempo que él debió haber compartido con su esposa y sus hijos.
El 18 de octubre de 1976 luego de una trombosis cerebral que lo tuvo postrado por un año, falleció su papá de un infarto cardiaco. Su padre dejó un testamento estipulando que la casa en la que vivían sería heredada en partes iguales por sus tres hijos varones, las mujeres heredaron otras propiedades.
Rafael Horacio trató de negociar la parte de la herencia que le correspondió a sus hermanos Alonso y Hernesley, ofreciéndoles comprarles su parte, valor que él les pagaría con un préstamo hipotecario que haría con el banco, pero estos prefirieron venderle la parte de su herencia al señor Arturo Guevara, propietario del almacén “El Principe” que colindaba con la casa, propiedad que era de su interés para poder ampliar su negocio y quien les ofreció una cantidad mayor de dinero. A Rafael no le quedó otra alternativa que venderle también su parte al señor Guevara. De modo que el deseo de Rafael Horacio y Maruja de obtener esa propiedad se desvaneció como en un sueño. Don Arturo al poco tiempo demolió la hermosa casa que con tanto esfuerzo y con sus propias manos construyó don Rafa. A partir de allí Rafael Horacio y su familia nuevamente estuvieron viviendo en casas alquiladas. Esto fue un golpe devastador para él.
A pesar de sus limitaciones económicas se esforzó porque sus hijos tuvieran una buena educación. Les decía constantemente: “Es la mejor herencia que puedo dejarles”. Los resultados fueron buenos, pues logró que cuatro de sus hijos se convirtieran en profesionales universitarios.
Rafael Horacio fue siempre muy responsable con su familia y un buen proveedor. Se preocupó de darles seguridad y bienestar en cuanto a las cosas temporales, pero no fue un hombre afectivo. Nunca besó, ni abrazó a sus hijos, ni les habló con ternura. Cuando tenía que darles alguna enseñanza no lo hacía como quien da un consejo, sino como quien da un sermón. Su estilo fue severo y era muy crítico en cuanto a las decisiones y opiniones de su familia. Si alguno cometía un error, no lo corregía con amor, sino con frases duras que tendían más bien a ridiculizarlo. Pero cuando alguno conseguía destacarse o alcanzar un logro, le resultaba difícil elogiarlo. Pocas veces felicitó a sus hijos en sus aciertos. Sin embargo, cuando estos partieron para el Ecuador a estudiar sus carreras Universitarias, sus cartas mostraron una faceta desconocida. Para él era más fácil expresar sus sentimientos por escrito que en persona, llegando a veces a ser muy sentimental.
Fue un hombre orgulloso y necio. Era intransigente en algunas de sus posturas. No asistió a las bodas de ninguno de sus hijos por no estar de acuerdo con sus matrimonios. No era muy entusiasta de modo que evitaba participar de eventos sociales, culturales o recreativos y muy pocas ocasiones compartió este tipo de actividades con su familia. Sin embargo, cuando asistía a una fiesta solía bailar con su esposa, lo hacía muy bien por cierto, y de forma elegante.
En la formación de sus hijos tenía una actitud machista. Decía frases tales como: “Los hombres en la cocina huelen a caca de gallina”, desalentando con esto a sus hijos varones a aprender a cocinar. También decía: “Los hombres nunca lloran”, de manera que su familia nunca lo vio llorar, ni siquiera en los momentos más difíciles de su vida.
Fumó desde muy joven. Casi toda su vida fumó cigarrillos Lucky Strike, luego se cambió a la marca Camel y durante los últimos años de su vida fumó cigarrillos Marlboro. Llegó a fumar hasta dos cajetillas al día. Además consumía varias tazas de café caliente diariamente.
Es probable que estos vicios que él tenía del juego, el cigarrillo y el café, además de los desafíos con los graves problemas que tuvieron algunos de sus hijos, lo hayan ido convirtiendo poco a poco en un hombre frustrado y amargado. Solía mencionar con frecuencia que deseaba partir pronto de este mundo e ir a reunirse con Dios, al cual él llamaba irreverentemente el “Pelilargo”.
En 1989 al cumplir sesenta años de edad y empezando a sentirse cansado y enfermo solicitó su jubilación, la cual le fue concedida luego de haber aportado al Seguro Social por casi 28 años. A partir de allí pasaba casi todo el día en su casa junto a su esposa y algunos de sus hijos, quienes habían vuelto a vivir con él después de retornar de Guayaquil y Raúl, su hijo menor que siempre vivió con ellos. Dicen que ser abuelo es la segunda oportunidad que Dios nos da para desarrollar atributos paternales, con Rafael Horacio no fue la excepción ya que solía jugar con sus nietos, los llevaba a pasear de vez en cuando y les brindaba helados.
A partir del año 1984 Rafael Horacio y su familia enfrentaron otra difícil situación, su hijo Ricardo Antonio cayó en el problema de la adición a las drogas, lo cual lo llevó poco a poco a sumirse en un estado deplorable; todos en su entorno lamentaban que un hombre con tanto potencial y con una linda familia de cuatro hijos, sufriera esa condición. Rafael Horacio no supo cómo manejar este serio problema y lo trató con dureza, se sentía impotente e inútil ante tremendo desafío. En el año 1990 Ricardo desapareció y nunca más supieron de él, es probable que se haya convertido en una víctima más de los escuadrones que la policía organizó, para darle de baja a las personas a quienes ellos llaman tristemente “Los desechables”.
La desaparición de Ricardo lo afectó emocionalmente y su salud empeoró. Sin embargo, nunca estuvo postrado en una cama, ni necesitó ser hospitalizado. A pesar de su desencanto por la vida, siguió esforzándose por ser el patriarca de su hogar y por administrar de la mejor manera posible la pensión que recibía del gobierno. No tuvo lujos, ni se fue alguna vez de vacaciones a conocer otros países, ni a recorrer Colombia. Llevó siempre una vida muy austera.
La mañana del 8 de enero de 1992 su esposa lo encontró muerto en la cama, su hijo Rodolfo Iván procuró revivirlo dándole respiración boca a boca y luego en el hospital donde fue llevado, su hija Jenny Maricela y otros médicos le aplicaron electrochoques, pero todo fue en vano, había fallecido de un infarto severo.
Tenía un caminar gallardo aunque no arrogante, acostumbraba a silbar mientras caminaba y era saludado por cuanta persona lo conocía y él siempre contestaba el saludo afablemente. En una ciudad pequeña como Tuluá y siendo él un odontólogo, mucha gente lo conocía. Donde quiera que iba lo hacía a pie y muy rara vez utilizó un taxi. Decía que si no lograba comprar un carro Mercedes Benz, no compraría ninguno, así es que nunca tuvo un carro.
Era coqueto con las mujeres, pero nunca infiel, actitud que heredó de su papá. Por lo general era amable con todas las personas que llegaban a su casa, pero si por algún motivo alguien no era de su agrado, él no podía ocultarlo fácilmente.
En sus opiniones sobre cualquier tema era muy franco y directo, sin importarle a veces que resultara ofensivo, comportamiento que lo convertía en ciertas ocasiones en una persona osca.
Entre sus virtudes es necesario resaltar su honestidad en el trato con todos sus semejantes, atributo que se esforzó en inculcar en todos sus hijos, con frases tales como: “La honestidad no es una virtud, es una obligación”, la cual repetía con frecuencia.
Le gustaba leer el periódico casi completamente, sobretodo los domingos, día en el que pasaba largas horas leyéndolo y resolviendo el crucigrama y con la piyama puesta. Si encontraba algún artículo interesante, o una noticia importante la leía en voz alta para que todos los de la familia lo escucharan. Tenía buena voz y cuando leía lo hacía con pausa y vocalizando bien cada palabra, casi como lo haría un locutor de radio. Si leía algo chistoso o escuchaba algo que le pareciera gracioso reía con gran intensidad y su risa era bastante contagiosa.
Con frecuencia sorprendía a todos con sus vastos conocimientos casi sobre cualquier tema. Era en términos generales una persona instruida. Cuando por algún motivo surgía en la conversación algún asunto que ameritaba mayor información, buscaba su diccionario Larousse y se ufanaba de corroborar lo que él ya había opinado; casi siempre se esforzaba por ampliar más los detalles. Podía recitar de memoria una docena de largos y variados poemas.
Escuchaba música ranchera mientras se afeitaba en las mañanas y se untaba una buena cantidad de colonia, por lo general Pino Silvestre o la conocida Old Spice de Shulton. Usaba pañuelo y siempre tuvo una cajita de mentol chino en el bolsillo de su pantalón, el cual solía aplicarse de vez en cuando en la nariz.
En política fue del partido Liberal como su papá, pero nunca militó ni participó en ninguna tienda política. Cuando había elecciones en Colombia consideraba un deber sagrado participar, yendo muy temprano a depositar su voto y al regresar mostraba orgulloso a su familia su dedo índice de la mano derecha, el cual se acostumbraba pintar en aquel entonces en un tintero, como constancia de haber participado en esa acción cívica.
Físicamente fue un hombre blanco, muy velludo en los brazos, pecho y espalda, pero con una gran calvicie. Era bajo de estatura y de contextura normal, nunca fue robusto y en sus últimos años de vida se puso más delgado. Usó un modesto bigote y unas grandes patillas casi toda su vida, pero cuando cumplió cincuenta años de edad se rasuró el bigote, no así las patillas las cuales siguió usando hasta el final de sus días.
Podría decirse de él que fue un hombre honorable e íntegro en todo sentido. No logró sus sueños en cuanto a las cosas temporales, pero fue un ejemplo de rectitud para su familia. Murió sin confesarle a sus hijos que Ligia no era su hija, para él ella siempre lo fue, pues padre no es el que engendra, sino el que cría.
Biografía escrita por: Jairo H. Díaz C.
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